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martes, 1 de diciembre de 2009

República Socialista de algún recuerdo y de tres amigos

fotografía Guillo Martillhoz. 2005. D.R.

Tenía una imaginación descomunal y de arrabal de Santa Anita, porque de ahí era. Osado, cuchillero, marginal y boxeador en la categoría infantil de la arena cerca a su casa, llegó a Cuba por cosas de la guerra para no variar. Sagaz para los apodos: todos menos Verónica Vides y los chapines teníamos apodo. Edwin, el más acérrimo crítico de su propia "belleza", era así y así murió al año siguiente en su primer combate, siguiendo los caminos de un ideal que por ahora nunca fue. Vivir en aquella escuela, internados, creo que fue lo más cercano al socialismo que él vio en su vida. Ya su hermano había ofrendado alguna parte de su cuerpo durante los primeros años de la guerra y él estaba en séptimo grado. Lo recuerdo con gran agrado: mi dos únicas peleas en aquella escuela las había organizado él. En una gané con amplio puntaje contra un colombiano burgués hijo de las FARC, la pelea duró todo el ancho y largo del albergue de octavo grado. La otra batalla la perdí por fatiga, el judo del "Negrón" que tenía de contrincante y su rabia porque yo le había marcado una bota en el pecho... lo demás es historia. Si de repente oías "Fausto Cara de Sapo" a todo pulmón, era Edwin desde la plaza de formación cuando Fausto el hondureño pasaba por el pasillo que conducía al área docente. Como dije, todos menos tres teníamos apodo... y sí, era así: Fausto tenía un rostro exótico, vaya. Una de las pocas veces que el expediente escolar de los salvadoreños que estudiábamos en esa secundaria estuvo cerca de la abominable mancha en el expediente escolar, fue cuando Oscar y Edwin tumbaron a machetazos toda una fila de matas de plátano propiedad del Estado, falta homologada con asesinar o matar una vaca cuando se trata del Estado y sus propiedades. Fue así, murió en su primer combate: una bala certera lo dejó en algún matorral de su país: tenía puesto sus guantes de boxeo, su sonrisa extremadamente cómplice de su picardía que, en esta ocasión, tenía cierta intranquilidad porque la sangre de su frente le dibujaba los labios como si fuera un payaso (su mejor vocación). Seguro de sí, no quiso ser héroe pero lo fue con nosotros y para nosotros, por eso nos puso apodos que aún usamos en esta liviana libertad que su muerte nos dio. Antes de ser estudiante fue ayudante de zapatero, después de ser estudiante fue guerrillero a los 15 años. Fue así y así murió.

Fredy, delgado como lagartija, con cara de perrito desnutrido (según valoración estética de Edwin) y apodado "Terry" por ese físico canino, tenía aquella afección de adolescente de hacer de una mata de plátano o la cáscara de su fruto, la mejor compañía sexual en aquellos ratos de ocio en esa escuela perdida en el monte de Artemisa, en La Provincia Habana. Fanático de las matemáticas y nulo para las mismas, era el más consiente de nosotros, el que competía por ser el más revolucionario ochentero, cumplidor de normas y diestro con la cuma o machete podando los zanjones de riego de los platanares... era su forma de devolverle a la naturaleza los favores sexuales que esta le daba, creo yo. Tuvo una novia en la escuela y le duró una noche por esa incompatibilidad que hay en la mayoría de casos entre un guanaco de pura cepa y una mulata caliente de un internado... como en el que estábamos nosotros. Así era él: flaco, huesudo, medio grencho, noble, competitivo hasta la muerte, comprometido con la causa. Así era él y así murió en la ofensiva del 89 en un cruce de balas desorganizado con otra fuerza guerrillera en pleno Soyapango. A miles de kilómetros, a punto de lograr ser bachilleres Beto y yo nos enteramos de su muerte. Él descoyuntado en la ciudad más poblada de San Salvador y nosotros con una botella de Bocoy (aguardiente bajero cubano) jugamos dominó hasta la madrugada. Los cubanos pensando que tendría pronto un aliado en Centro América recién caído el muro, ese fin de año nos inundaron el campamento con cerveza, ron y esperanzas del cambio. Ese que no llega y por el cual mis amigos dejaron su vida en una bala.

Nos conocimos jugando bádminton frente al edificio donde vivíamos en Boyeros. Vestía unos pantalones cortos hasta las rodillas y unas medias de futbol (medias gordas de rayas, como dicen en Cuba) hasta las rodillas, camiseta blanca y tenis blancos. Vestía como un negro habanero pero era venezolano como su padre, como su madre y como su "desastroso" hermano, Américo. Julio también tenía un apodo puesto por Edwin: "El Negro Jackson", por su afección al break dance y a la común cultura de los afro caribeños, sean estos del barrio más malo de la Habana o de Caracas. Limitado en algunas materias pero alumno ejemplar en educación física, Julio era, según él, el mulato más sabroso de la escuela. Su camisa del uniforme era almidonada a puro estrés de la novia que le planchaba la camisa, sus zapatos de charol forzado relumbraban en el pasillo del edificio docente y sonaban como con espuelas porque la moda era ponerle tachuelas al tacón de las botas que el sistema de educación nos daba, cosa de hacerlas más occidentalizadas dentro de lo que cabía. Después de probar suerte en muchas otras escuelas de donde fue expulsado, descubrió que su vocación eran las masas y seguir los pasos de su padre dentro de la guerrilla salvadoreña. Un día, de una de esas vueltas terminó en la escuela para Líderes Sindicalistas del PCC y graduado de ella se vio con un fusil en San Vicente. En 1991, a Julio le dieron muerte los de la posta militar que lo capturaron en Santa Clara, San Vicente... murió exactamente 10 años después que su padre, en el mismo lugar, con la misma nacionalidad y con el mismo nombre.

Tirada como mole "aspirante" a edificación soviética, descansa entre un platanar y los eternos campos de papas, aquella escuela que a bien o mal le decíamos "La Checa". Madera degastada sus ventanas por los huracanes y por el socialismo experimental de los ochenta, abiertas eternamente permitían que los chupasangre nos usaran de manjar. Beto y yo, recolectábamos mierda de vaca y sin ser marca registrada de Bayer, los espantaba con efectividad, pero cuando la mierda escaseaba (sin período especial aún) la respuesta era dormir bajo la ducha.

Verónica, Beto, Edwin, Oscar, Fredy y yo: los becarios salvadoreños. José Luís y Karina Siguil, los guatemaltecos. Fausto y Angélica, los hondureños. Albina Maluenda (mi novia) y Jorge Maluenda, más una chica sexualmente famosa en el internado, de la cual no recuerdo su nombre: los chilenos del Manuel Rodríguez. Julio y Américo Guzmán junto a "El Tol", apodo puesto por Edwin: los venezolanos. Rubén, de Uruguay. "El Cuacua", otro apodo, el colombiano. Derroteros diferentes y seguramente muertes distintas tendremos cuando llegue la hora, sabremos dedicar un segundo de los últimos pensamientos a aquel curso 85-86 en Artemisa, donde gané los nacionales de poesía, Beto descubrió la forma barata de tomar ron y Verónica descubrió la escultura en barro, después de esos kilométricos, así de literal, surcos de papa: los tres salvadoreños que quedamos vivos, más Oscar que se hunde en el olvido en alguna cantina de la derrota. El Nombre completo de la "nave espacial" del socialismo del siglo XX era "Escuela Secundaria Básica en el Campo, República Socialista de Checoslovaquia", alias "La Checa".